19.12.13

Rapsodia o centón


La tercera novela de la trilogía La selva oscura quizá sea la menos interesante para lo que íbamos buscando. El conjunto, a partir de la sorprendente La familia de Errotacho, es de una especie de desmoronamiento narrativo. En El cabo de las tormentas la trama ya se había disgregado en centones hilvanados con los viajes de Fermín Acha y el matrimonio Vidart, Míchel y Anita, una pareja sonriente, anuente, y más atrezzo que otra cosa. El inteligente, el ocurrente, el capitán tan es Fermín Acha, que en Los visionarios los lleva en un Ford-T a recorrer Andalucía en los primeros días de la Segunda República.
               El problema (para mí) de esta novela es que se trata de un documento excepcional para saber lo que Baroja/Fermín opina de los Borbones en general y de Alfonso XIII en particular, al que pone tibio, pero también de los republicanos de nuevo cuño, de los revolucionarios al calor del hambre, de los arribistas y de los mangoneadores. Al Borbón, nada más empezar, lo llama inútil y cobarde sin descanso y de todas las formas posibles, egoísta patológico, soberbio, mentiroso. Una perla. El sarcasmo amargo sofoca la escena de chimenea en que transcurre la conversación, en las habitaciones de la vieja condesa de Zorita, que está muy delicada. Participan el pusilánime marqués y su hijo Roberto, idealista de derechas y un duque, primo del marqués, algo más morigerado. “¿Qué ópina usted de la caída de la monarquía y del triunfo de la República?”, pregunta el marqués a un doctor “muy famoso” que ha examinado a la marquesa y charla un rato con los familiares, mientras ella descansa. En ese momento empieza la entrevista con Baroja sobre la monarquía y el triunfo de la República que no solo anegará esta primera parte sino casi todas las demás.
               Los comienzos de los capítulos (en libros los divide aquí Baroja) nos ilusionan por lo que tienen de libro de viajes, de descripciones de tipos y de paisajes. La visión andaluza de Baroja es bastante inclemente, desde luego. Lo andaluz per se y lo andaluz por contagio, porque hasta el Rinconete y Cortadillo le parece “una cosa falsa, inventada, que no tiene realidad ninguna, pero que produce el entusiasmo de estos amanerados y bizantinos eruditos españoles”. Con Zurbarán ya es otra cosa (“¡qué manera de ver la realidad más irreal!”): lo llama visionario y habla de un “realismo alucinado”, un poco como treinta años antes se hablaba de El Greco, en los tiempos de Camino de perfección.
               En todo caso, la entrada en Andalucía es muy hermosa, y la página que de vez en cuando le dedica a los paisajes, pero todo consiste en sacar actores del conflicto, exagerados hasta que se ajusten a las ideas del autor. Naturalmente que hubo caciques como el repulsivo Don García, que cuando llegase la guerra se convertirían en bestias salvajes, y curas idiotas y pazguatos, como el cura de Castrillo, o fanáticos, como aquel cura con el que viajan al País Vasco para relajarse de tanta zeta, y revolucionarios ignorantes, amarrados más a la rabia que a la idea, o a una idea rabiosamente comprimida. Los casos que cuenta, entre pintorescas divagaciones sobre bandoleros célebres y escenas de librería de viejo, son ejemplos, exempla, y como tales hay que tomarlos si a uno no quiere decepcionarle el que no se detenga en ninguno más allá del somero argumento. Célebre es la crítica llena de mala baba que le dedicó Borges a este libro, un Borges, por cierto, más patriota que crítico, y que había leído las lindezas de Baroja sobre los americanos en Juventud, egolatría
               Borges no vio más que su propa ira, pero hay al final un episodio que obliga a repensarlo todo, La ruina de la casa de los Baenas, el más interesante desde el punto de vista narrativo. Sin dejar de ser un ejemplo más de la entrevista sobre el tema (más bien, sobre nuestra incapacidad racial para afrontarlo) plantea una situación compleja cuyos actores son cada uno de los tipos que ha ido antes despellejando uno por uno en distintos capítulos, el cacique, el señorito, el anarquista, el perdulario, etc., a los que ha reunido apara dar forma a una historia que lo contenga todo. Baroja viaja a Córdoba con su equipo (Fermín Acha y el matrimonio Vidart) y pegan la hebra en el jardín del hotel con un magistrado que entra y sale, que se sube y se baja de la novela igual que del tranvía, como dijo Julio Camba. Pero luego hay otro que conoce a unas señoras que hay en la mesa de al lado y a las que le pasó la historia con la que se remata el libro para que quede el sabor de haber leído una novela. 
               Una familia de postín, los Baena, se entrampa con un usurero, don Segundo. Este le pide, muy a lo Torquemada, para casarla con su hijo, a Milagritos Baena, que no quiere saber nada de un advenedizo como él. El usurero, en su papel más clásico, empieza a apretar el nudo, lanza una campaña de insidias contra los Baena, una página densa que con otra idea más folletinesca de la novela (a esas alturas Baroja ya solo creía en los resúmenes) habría sido más que suficiente para componer la novela entera. Cuando llega la república, el usurero, antes afiliado a la Unión Patriótica y “entusiasta del dictador”, y su hijo mayor “aparecen como republicanos radicales y amigos de los directores de la Casa del Pueblo”, con lo que la campaña contra los Baena empieza a serlo contra las familias linajudas, “explotadores natos de los oprimidos”.

               Se publicó en la ciudad una hoja llena de horrores y de calumnias, pagada por don Segundo, sobre todo contra los Baenas: el padre había sido un vicioso y un alcohólico; la madre, una hipócrita; la hija mayor, una loca histérica y lesbiana; a la menor se le había visto salir de una casa de citas con un militar forastero, y el hijo prostituía a las pobres muchachas que iban a servir a su casa.
               Estas hojas se mandaron a todas las casas pudientes del pueblo. por el momento, no hubo nadie que tuviera el valor de reaccionar contra la calumnia. Las tres o cuatro familias residenciales quedaron sometidas a la mayor humillación. A los Baenas ya los visitaba únicamente el cura, don Juan Castrillo, y algunos pocos amigos fieles casi de ocultis. Tal suele ser la cobardía de la gente de los pueblos.
               La plebe tiene en épocas revueltas la pretensión de ser infalible. Si elogia o abomina, siempre es con razón, y, aunque la injusticia sea palmaria, no la reconocerá de ninguna manera. La ciudad mordió el cebo echado por don Segundo y sus amigos. Parecía imposible hacer reaccionar la opinión. El pueblo creía que la campaña contra los Baenas era de pura moralidad.

               La cosa no acaba ahí. Muerto el patriarca de los Baena, la mujer y las hijas se tienen que marchar a un cortijo, La Solanilla, sobre todo porque el tonto del cura, don Juan Castrillo, organiza con ellas una especie de procesión de damas monárquicas y las pone a cantar, en el año 31, el himno de riego versionado:

               Pediremos a Dios que nos triga
un Borbón, un Borbón, un Borbón


               Claro que, al irse al cortijo, se topan con la otra parte del asunto. En esa misma Casa del Pueblo con la que simpatizaba el usurero vive otro amante despechado de Milagritos, pariente suyo, que se había convertido en “un revolucionario peligroso de acción y en jefe de la Juventud comunista”, quien seguramente, a pesar de haber dado su palabra, anda detrás de un ataque al cortijo del que las mujeres, madre, hija y sirvienta, deben defenderse a tiros como en las novelas de Jane Smiley. Al tiempo, se organiza una intentona revolucionaria, se prende una fábrica de harina y mueren dos revolucionarios, uno de ellos el amante despechado, al que, por su origen, llamaban El Señorito. Las mujeres huyen a Madrid, se quedan sin nada y Fermín se ofrece a buscarles un empleo. Milagritos aún suspira por El Señorito, el niño bien que se hizo revolucionario, igual que despreció al ganapán que se hizo niño bien. Fin del libro, fin de una buena historia que ha durado solo las últimas páginas de un libro de opiniones ácidas, como si Baroja, al terminar, quisiera dejar claro que si no ha escrito esa novela es porque no le ha dado la gana, porque habría que reescribirla, y porque sirve de corolario, de broche final. Baroja escogió el método del centón, mucho más acusado que en las otras dos novelas. No era decadencia sino quintaesencia. “La más declaradamente rapsódica”, dice Mainer en su biografía de Baroja. Es un modo de decirlo. 

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